Escribí una nota extensa -que fue tapa del NO- sobre dibujitos animados para fumones.
Algo pasó, de un tiempo a esta parte,
con el mundo de los dibujitos animados. Las nuevas generaciones de cartoons se
cayeron, como Astérix el Galo, en una olla repleta de poción mágica que bien
podría ser ácido lisérgico. Y en un tendal que une a Ren & Stimpy
con Hora de Aventura, el público objetivo de este tipo de productos
devino, sobre todo, en adolescentes barbudos y adultos criados a fuerza de
rayos catódicos. Hoy, son furor entre los grandes y chicos los cartoons
lisérgicos. ¿Qué son? ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van? Y la respuesta más
aproximada probablemente esté en el consumo germinal de quienes ahora son
formadores de opinión: las nacidos entre los ochenta y noventa. Por cierto, las
mediciones de audiencia en Estados Unidos muestran que el mayor público del
canal Cartoon Network está en la franja de entre 18 y 39 años. En nuestro país,
aquellos jóvenes cultores de la revista Lazer, el Club del Anime, las consolas
de videojuegos y las tardes de Magic Kids son, por este entonces, quienes
mueven el pulso de los medios masivos de comunicación y, principalmente, de esa
gran máquina replicadora que es Internet.
Y la lisergia, por caso, tiene
distintas arterias de acceso: mientras los más chicos se prenden del estallido
de colores y de los guiones sin sentido; los grandes se enganchan con las
referencias poperas, triperas y descerebradas. Los cereales con leche y las
volutas de humo acompañan las mañanas, tardes y noches de los espectadores. Las
referencias retro, los ganchos generacionales y los roces con ciertos
menesteres de la adultez -edulcorados a puro ¡crack!, ¡bang!, ¡boom!- son
algunas de sus mejores armas. También, el apelo a la nostalgia e, incluso, la
nostalgia-de-lo-no-vivido termina siendo un factor cautivante. Así, de esta
manera, y de muchas otras más, la resonancia extraña de las modas, sumado a la
presión social del hipsterismo moderno, catapultó a Hora de Aventura
hacia el espacio sideral convirtiéndolo en el referente natural de los cartoons
stoner. Entonces, muchos tópicos de alto voltaje quedan camuflados bajo un
manto de delirio y cultura pop. ¿Y la censura? Como siempre: actúa, corta,
cancela y dispara. No obstante, la figura del adultescente –tan presente en
estos tiempos, tan cosmogonía Judd Apatow- sujeta las velas de los dibujitos
pensados para adultos. Que le gustan a los chicos. Que le gustan a los grandes.
Que le gustan a todos.
Los orígenes
El primer ladrillo del cuento lo puso
Ralph Bakshi en 1972 con El Gato Fritz, aquella película de animación
basada en un comic de Robert Crumb. Ahí, un felino antropomórfico exploraba
algunos ideales hedonistas. Y se cogía a todo lo que se movía. Por su parte, la
Warner Bros, con el conejo Bugs Bunny a la cabeza, sirvió como colador de ideas
adultas: referencias políticas, sexuales, sociales, humor negro. Dos cositas:
ver el episodio “Rabbit of Seville”, donde Elmer el cazador se vestía de mujer
para casarse con Bugs y, también, buscar en YouTube “Herr Metes Hare” para
toparse con el conejo más famoso de todos lookeado de Joseph Stalin.
Asimismo, en la década del ochenta se
dio una explosión de los colores como estética: Los Ositos Cariñosos, Mi
Pequeño Pony y Rainbow Bright. Arco iris, arco iris y arco iris.
Referencias homosexuales, psicodelia y un crisol de colores intensos,
caleidoscópicos, como surgidos de un cartoncito de LSD. De más está mencionar
toda esa mitología curiosa que existe alrededor de Los Pitufos. Aquella
que va desde la magia negra y el oscurantismo medieval hasta el comunismo y las
representaciones del mal. Por eso, la que sí va, es señalar a JEM and the
Holograms, recogida como icono pop casi treinta años después de su estreno
en televisión. Remeras con su rostro acompañan las pieles de señoritas de
Palermo. Es que sujeto a esa misma lógica, han vuelto los ochenta en forma de
consumismo pop. Según el crítico británico Simon Reynolds en Retromanía: La
adicción del pop a su propio pasado: “Vivimos en una era del pop que se ha
vuelto loca por lo retro y fanática de la conmemoración”. ¿Y los cartoons
lisérgicos? Meramente inspiracionales, casi de consumo irónico.
Años 90
Fue éste el período de mayor explosión
de los cartoons lisérgicos. La casa madre Cartoon Network, que este año sopla
veinte velitas, revolucionaría el mundo de los dibujos animados a través de
Genndy Tartakovsky -el creador de El Laboratorio de Dexter-, Craig
McCracken -Las Chicas Superpoderosas- y Van Partible –Johnny Bravo-.
A esa tríada de realizadores se le sumaría más tarde John R. Dilworth, con Coraje,
el Perro Cobarde. Y estas serían épocas fundamentales para la incorporación
definitiva del adulto frente a canales que se presuponen infantiles. La
masificación y democratización del videocable pondría en el eje a todos estos
productos vistos desde una óptica lúdica. Incluso, dice la leyenda que Craig Mc
Cracken dibujó por primera vez a Las Chicas Superpoderosas pensándolas
para que fueran “un éxito entre universitarios veinteañeros que fuman
marihuana”. Dicho y hecho. A propósito, Pablo Zuccarino, gerente de
programación de Cartoon Network, dice: “En el caso de Cartoon Network, nuestra
programación resuena en esos adultos que disfrutan de nuestra personalidad y
conectan con valores que integran el ADN de Cartoon Network, como la frescura,
el humor, la audacia, esa capacidad de tener una mirada fresca sobre las cosas,
de preguntárselas como lo hace un niño”.
Sin embargo, sería Ren & Stimpy
el dibujo encargado de plantar la semilla, sembrar el cultivo y fumarse todos
los antecedentes para la existencia de programas venideros. Y pese que ahora no
están –tanto- en el aire y la semántica del recuerdo siempre tira para donde le
parece, existe Internet para revivir aquellos mocos, pedos y tostadas en polvo
tan características de John Kricfalusi, su creador. El dato es que en 1996, el
canal Nickelodeon canceló el show por baja audiencia infantil, ya que la
mayoría de los seguidores eran adolescentes y adultos. ¿Cuál era el gancho que
los seducía? El humor corrosivo, lo grotesco, lo satírico y lo violento. Así
las cosas, todos los palos a la cultura basura norteamericana hicieron de Ren
& Stimpy un programa de culto. Comentan los más conservadores que
incitaba al desaseo y el asco. Lo interesante: uno de sus personajes más
recordados es Olorín, una flatulencia que tomaba vida.
Y en la misma vereda que Ren &
Stimpy caminaba La vida moderna de Rocko, uno de los primeros
Nicktoons (caricaturas producidas por Nickelodeon Animation Studios). Esta tira
fue, a su vez, el germen para la existencia de Bob Esponja, ya que en
ambas producciones trabajó el animador Stephen Hillenburg y hasta pueden verse
paralelismos entre sus personajes y devenires. En La vida moderna de Rocko,
otro de los súmmum del cartoon lisérgico, Rocko, el wallaby australiano del
título, vive aventuras deformes junto a sus amigos. Nunca faltarán las insinuaciones
sexuales, los testículos, los pezones y los pechos. Tampoco las parodias a
ciertos gestos sociales. Por aquello, se convirtieron en furor vía Nick at
Nite, la sección nocturna de Nickelodeon. Por consiguiente, a la sazón, quienes
degluten este tipo de animaciones lo recuerdan con una mueca de cariño.
Los 2000
Y aquí, La Gran Bestia Pop se llama Bob
y es una Esponja.
Aquel, sin dudas, generó un antes y un después. Introdujo de un roscazo el
concepto de lisergia tierna. Y Bob Esponja, sabemos, transita un
humor diferente, radicalmente efectivo: es ñoño sin serlo. Convertido a la fama
mundial, supo también saborear las mieles del fracaso: fue levantado de
Nickelodeon en el año 1999. Aunque, al año siguiente, metería picos de más de
10 millones de espectadores por emisión. Sí, grandes y chicos. Y como el mundo
opera con dualidades, la vereda de Cartoon Network paró a Mansión foster
para amigos imaginarios en la senda de la droguita naif: unos pibes
–que podrían ser cualquier sobrinito, cualquier hijito, cualquier vecinito,
cualquier huevón- imaginan un mundo donde unos monstruos imaginarios toman
vida. Sin lo rutilante de la esponjita amarilla, la estrellita rosada y la
ardillita inteligente, Mac y Bloo le ponen el pecho a la ternura narcótica de
una amistad imaginaria.
Y existen, claro, los anclajes locales.
Hubo, por esos años, incluso en nuestro país, algún atisbo en realización:
“Nosotros tuvimos a Alejo y Valentina que, desde el feísmo, le sumaba
contenido. Pero prefiero a Mercano, el Marciano porque llamó la atención
y fue precursor con un protagonista incorrecto, con su lenguaje ininteligible”,
dice al NO Raúl Manrupe, autor del libro Breve Historia del Dibujo
Animado en Argentina. ¿El primer antecedente? Mac Perro, del
dibujante Carlos Constantini, ese que anunciaba, entre otras cosas, la
finalización del horario de protección al menor y que –según Manrupe- “fue algo
que intentó separarse de lo habitual, en el filo de los 60/70”.
Hora de Aventura
Parecen cualquier cosa
menos un tipo y su mascota. Él, el humano, no tiene nariz. Y su mascota, el
perro, se deforma, engoma y estira como plastilina invitando a formas
improbables al son de sus propias patas. Adoptados como emblema por el
movimiento hipster, divulgados infinitamente por la viralidad cibernética, Hora
de Aventura son unos dibujitos creativos, poéticos y humorísticos. La
sobreabundancia de influencias hizo de este producto la gran referencia en
cartoons lisérgicos. “Aparte, los dibujos son simpáticos. Modernos, pero a la
vez, con algo de muñeco de peluche. El hecho es que se venden los peluches. Son
los típicos dibujos que sorprenden al adulto al pasar frente a la tele cuando
sus hijos o hermanitos lo están viendo”, desliza Manrupe. Hora de Aventura,
cuya canción de apertura ya repiquetea como ringtone en mil y un celulares tan
sci-fi como hi-tech, se centra en dos amigos (que son, asimismo, hermanos
adoptivos): Finn, el humano, un adolescente de 13 años y Jake, un perro con
poderes mágicos. Muchos la apuntan como el reemplazo a la aburguesada que
pegaron Los Simpson.
Con algunos momentos de
animación supremos, Hora de Aventura capitaliza su revuelo en fans
pequeños y adultos. “Hora de Aventura es nuestro prime time”, dirá Zuccarino.
Basta con pararse en la puerta de cualquier tienda de historietas del país para
ver quiénes y cuántos son los que preguntan por productos ad hoc. Por caso,
Adrián Ruibal, dueño de Planetary Toys & Comics, comercio donde otrora
estaría afincada la mítica comiquería Camelot, apunta: “Hora de Aventura
es una de las series más populares. Vendo mucho sus muñecos y sus peluches a
personas de todas las edades. Creo que tiene que ver con lo tierno de sus
personajes. Pasa que llega a todo el mundo”. Desde Cartoon Network aseguran que
“pese a que algunos de nuestros shows
son del agrado del público adulto, nuestro foco está dirigido a los niños de 6
a 11 años, que son nuestro principal target de audiencia”.
Un show más
La
vagancia para en la esquina, en la plaza y en el bar pero, también, en el yugo
vertical de los televisores de tubo que se resisten a morir o en el líquido que
contienen los plasmas y LCD de últimas generaciones. Ahí, en la plaza o en el
yugo, con la barra y con líquidos, hay un vértice del que penden ciertos
estándares: que se actualizan y crecen o quedan vetustos y mueren. Y en el
colmo del hangout, ese pasado de rosca en modernidad, Un show más entendió todo: es una serie para chicos (y, ajám, para
grandes) donde dos amigos de veintipico sólo quieren vaguear y estar de joda.
¿Reflejo generacional? ¿Ruido en el público objetivo? ¿Autores con doble moral?
Todo eso y mucho más o nada más que todo eso.
Sujeto
a una simpleza digna de campeones, con consciencia o sin ella, Un show más domina con naturalidad
temáticas referidas al crecer y sus
incomodidades. Para chicos que son grandes, grandes que son chicos o humanos
que mañana serán cualquier otra cosa que quieran ser o no serán nada. Como ese
episodio donde Mordecai y Rigby, sus protagonistas, están en búsqueda
caprichosa del “mejor VHS del mundo”. Ese que fueron a alquilar por primera vez
pero que ya habían alquilado anteriormente. (¿Alguien dijo faaaso?) Ese
mismo que, luego, un enano barbudo les robará dándose a la fuga por las
alcantarillas. Acá, queda claro que en sus repeticiones nocturnas, Un show más, la rompe toda en mil pedazos. Zuccarino: “En el caso de Un show más, los mensajes y la
personalidad resuenan bien entre niños de 12 a 17 años. Esta franja de
adolescencia, que oscila entre el niño y el adulto, puede conectar tanto con
los aspectos más infantiles como con esta propuesta de animación con múltiples
niveles de lectura”.
Sucede
que esa identificación con las expresiones que le son inherentes a la cultura
juvenil (por caso, con mucho de decadentismo: videoclubs, VHS que son los
mejores del mundo y, claro, la pavorosa tribulación del colgado que cree hacer
algo por primera vez cuando no es tal) dicen presente en todos sus episodios.
Cuyo impulso hercúleo es un VHS o una flauta mágica o cualquier otra cosa que
haga falta para ser feliz y rascarse las pelotas. Y si eso no es droguita, hay
una verdad: siempre nos quedarán Los
Teletubbies, Barney o –y este es
un hallazgo de lisergia pura y dura- Baby TV. Todos son para criaturas de 6 a
12 meses. Y para fumones de unos cuantos más pero, eso sí, con la misma
cantidad de neuronas que cualquier lactante promedio. O, dado el caso, tal vez
menos.
1 comentarios:
Me encantan los cartoons desde que tengo memoria. Me encantan los Babasónicos y desde que me acompañan los alucinógenos no aprecio a ninguno de na misma forma, todo se tornó increíble y delirante. Excelente blog, aguante Babasónicos, Cartoon Network y los psicoactivos.
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